domingo, 10 de enero de 2010

EL VISITANTE

Los misterios del tiempo siempre me fascinaron. En especial aquellos en que civilizaciones antiguas produjeron objetos y símbolos que aún no comprendemos, como si ellos supieran cosas que aún no hemos descubierto.
Por ejemplo el secreto de la gran pirámide, en cuyos escalones se demuestra el conocimiento anticipado de la historia.
Esa curiosidad fue constante en mí, ya desde pequeño. Así que se comprenderá la dedicación que puse en mi invento.
Cada moneda fue a parar a la máquina; cada segundo libre lo pase estudiando en la biblioteca o experimentando en el laboratorio.
Al fin, la tuve lista, y con inmenso entusiasmo la encendí. Los resultados están en el catálogo; cada objeto que traje, su forma original, su verdadera función, etcétera…
Tráiganme al más famoso de los arqueólogos y, en apenas minutos, les demostraré que en realidad no sabe nada. Los antiguos sabían más de nuestra historia, que nosotros de la de ellos.
Fui trayendo distintos objetos, de distintas épocas distintas culturas; incluso de algunas de las que aún no se sabe que existieron.
Por supuesto que jamás tuve la intención de influir en el curso de la historia. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir ante el más mínimo cambio?. No, yo enviaba la máquina, traía el objeto, lo estudiaba, catalogaba, y lo enviaba de vuelta a su lugar y momento de origen.
Hasta que ocurrió lo inadmisible; lo que pudo cambiar por completo el desarrollo de la historia. Fue un simple error de cálculo. En uno de los viajes a la Francia medieval lo que al regresar la máquina trajo accidentalmente, no era un objeto inanimado e inofensivo, sino un hombre.
La sorpresa fue tal, que no atiné a hacer nada. Nos miramos fijo unos segundos… y luego caí desmayado.
Desperté recostado en un sillón, con una serie de emplastos en la cabeza; lo cual me dio a entender que mi visitante era médico, por lo tanto culto y con curiosidad científica.
Lo busqué por la casa y, confirmando mis sospechas, lo encontré en la biblioteca, con una pila de libros. A simple vista noté que su atención estaba centrada en dos temas: Las fotos y dibujos de los grandes eventos de la historia; y los libros de química. Obviamente, no podía entender los textos explicativos por una cuestión de idioma, pero las imágenes con fechas al pie resultaban bastante elocuentes y, para un científico, los símbolos químicos son un lenguaje en sí mismo.
Comencé a inquietarme ante las implicancias del asunto. ¿Quién sabe lo que mi visitante podría hacer cuándo regresara a su época? . El daño ya estaba hecho, ahora debía encontrar una solución.
Una posibilidad sería impedirle regresar, pero por un lado representaba un acto de violencia inadmisible para mi moral. Por otro lado eso no garantizaba la ineltaribilidad del pasado, porque, por más insignificante que fuera, ¿quién sabe el papel que jugaría ese personaje en el papel de la historia? ; ¿Cuántos descendientes no nacerían si tan sólo cortaba una rama del árbol de la humanidad?.
Como si supiera lo que yo estaba pensando, mi enigmático amigo clavó sus ojos en los míos. Tomó de la mesa un objeto ( un simple encendedor), y me hizo señas hacia la máquina, dándome a entender que lo debía regresar.
Sin siquiera haber cambiado una palabra lo envié a su época, consolándome con el hecho de que, si había cambiado la historia, nadie, ni siquiera yo mismo, se daría cuenta jamás.
Por supuesto, no imaginé el desenlace de esta historia. Apenas unos minutos después llamaron a la puerta. Al abrir encontré a un caballero distinguido que me explicó que traía un mensaje, dicho lo cual me entregó una cajita, muy antigua, con la dirección, la fecha y la hora exacta en que debía ser entregada.
Me explicó que el contenido sólo debía ser conocido por mí; que él sólo era el mensajero y que tenía instrucciones precisas de no preguntar nada, ni dar explicaciones. Luego se despidió y, con una sonrisa cómplice, agregó – Qué suerte tuvo, haber conocido al Maestro.
Al abrir la cajita, encontré dos objetos; uno era el encendedor que mi visitante había tomado de la mesa, ya gastado por el paso de los siglos desde su época hacia la mía nuevamente. El otro era la respuesta a mi inquietud respecto del cambiar los acontecimientos de la historia, y la tranquilidad de saber que lo ocurrido debía haber sido así. Era un medallón insignia de las grandes escuelas místicas, perteneciente a mi visitante, el cual tuvo la gentileza de darse a conocer y revelarme el secreto de uno de los más grandes profetas; porque a fin de cuentas tuve el orgullo de dar origen a su leyenda… la sabiduría de Nostradamus.

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